Un cuento fácil de ilustrar.

Cuando me invitaron al funeral del hombre invisible, estaban todos sus parientes.

Estaba su madre invisible, su mujer invisible y sus hijos invisibles; que ya eran mayores y tenían sus propios hijos, también invisibles. Estaban sus amigos invisibles de toda la vida y, por supuesto, todos lamentaban tal desaparición. Alguno, leyó un manifiesto sobre la caducidad de la vida y, después, cantaron canciones despidiendo al difunto en su último viaje al infinito.

Yo, al cabo de un rato y sin saber a quién debía darle el pésame, metí mis manos en los bolsillos y me fui sin mucha pena, dejando una sala vacía con un féretro en su centro. Vacío también.